Cuenta la leyenda que el mago Merlín utilizaba cuernos de unicornio para perforar las cámaras oscuras y así captar figuras luminosas. Esta sección intenta brindar luz sobre los libros que son parte de nuestra biblioteca y hechizar a quien la lea.
La obra de Sherman amplía las posibilidades de la fotografía, dejando de lado el registro documental y privilegiando el uso de las imágenes como un vehículo para hablar o denunciar distintos temas. Desde el principio rotó la cámara hacia ella misma y armó un universo personal y femenino. Fue reconocida desde joven, cobrando notoriedad con Untitled Films Stills (1977-1980), una serie que mezcla la estética del cine negro norteamericano (a lo Hitchcock o Aldrich) con el neorrealismo italiano y la nouvelle vague. El estilo remite a actrices famosas como Ana Magnani, Brigitte Bardot o Jeanne Moureau. Cada fotografía desarrolla una historia ambigua y sugerente que la tiene como protagonista. Sin embargo, no son exactamente autorretratos porque personifica estereotipos como la ama de casa, la adolescente universitaria, o la chica golpeada. O sea que a partir de una ficción que la tiene como actriz y fotógrafa, pone en cuestión problemáticas de su presente. Desde los 60’, Sherman jugó un papel importante en la estructuración del movimiento feminista. Mediante un artificio bien intencional y consciente, su obra fue acercándose al grotesco hasta desaparecer ella misma como protagonista, dejando paso a la utilización de artefactos plásticos y sintéticos. Antes, eso sí, utilizó el color, cambió de formatos y, principalmente, desarrolló un trabajo único y personal que tiene mucho de cine, teatro, circo y pintura clásica pero revisitado desde un punto de vista tremendamente moderno y sugestivo. Cindy Sherman nació en Nueva Jersey en 1954 y es una de las representantes más importantes de la fotografía de posguerra en norteamericana.
La mirada de Koudelka es salvaje. De la nada, del caos, logra extraer algo, orden, de la más chata cotidianidad algo revelador, bello y conmovedor. Dramaturgia. Su única formula parece ser trabajar y trabajar, sacar muchas fotos, estar en un lugar, irse y volver muchas veces, muchas, en silencio, siempre, en silencio. “Chaos” está realizado en formato panorámico y Koudelka es el hombre panorama, el que todo lo ve: “Me gustaría verlo todo, mirarlo todo; ser una mirada”, ha dicho.
Sus fotos son mudas y enmudecen. No precisan palabras, ni demasiada información que añadir –salvo fecha y lugar–. A Koudelka no le interesa la narrativa, contar algo, y decididamente no le gusta hablar sobre sus fotografías. Hablan por sí solas y entre ellas se va tejiendo el sentido que deviene en revelación para quien las contempla. Es un domador de caballos, un alquimista.
La relación entre forma y contenido resulta tan natural –aún en las fotos verticales que serían una contra norma al formato panorámico– que parecería que Koudelka nunca sacó en otro formato. El espacio y los objetos parecen ajustarse a la composición que él desea, fluyen con elegancia entre vías de tren que no conducen a ningún sitio, carteles atravesados por balas, muros y esculturas derruidas. Los lugares, como dice Robert Delpire en el prólogo, ya no son sino como Koudelka los fotografió.
En “Chaos” no aparecen personas, salvo en unas pocas fotos, pero sí su huella por este mundo que ha transformado el paisaje convirtiéndolo en una tierra baldía, con residuos y símbolos de otro tiempo, que paradójicamente lucen armónicos bajo la mirada ordenadora de Koudelka.
Su trabajo es prueba de su vida, nómade desde que partió de su patria, Checoslovaquia, al fin de la Primavera de Praga, sin concesiones y desconfiado de toda limitación o definición, Koudelka es lo que fotografió.
La fotografía callejera suele reflejar los ritmos espontáneos y las
acciones cotidianas de la gente. Las imágenes de Helen Levitt le sumaron ternura y un montón de emoción sincera. Nacida en
Nueva York en 1913, fue influenciada por Walker Evans y Cartier-Bresson. Reflejó -como pocos- vecindarios y habitantes de
Manhattan, personas comunes y corrientes desplegando interacciones y vínculos en un espacio compartido. Parte del poder de su
obra radica en la imposibilidad del espectador de descifrar qué hacen exactamente esos individuos, ampliando las posibilidades
de interpretación en cada imagen. Por eso, algunos hablan de una fotógrafa lírica o poética que evitó los significados
evidentes. Eligió como modelos gente pobre en lugares decadentes y les dio un protagonismo decisivo. A pesar de esto, siempre
negó que su fotografía tuviera un sesgo político o social. Su estética, en todo caso, está en la realidad, pero una realidad
cambiada que aparece recortada, enrarecida.
Lírica Urbana tiene tres partes: “Un modo de ver (1936-1948)”, con una selección de imágenes del libro A way of
seeing, que contó con un prólogo de James Agee; “México”, a partir de un viaje realizado en 1941; y “Diapositivas en color
(1959-1993)”, donde la autora retoma los mismos temas aunque con una ciudad cambiada y una estética muy moderna.
Durante varios años se dedicó al cine, colaborando en algunos reconocidos documentales: In the Street (1948), centrado en el
barrio de Harlem, y Thequietone (1948), sobre la vida de un niño con trastornos emocionales.
Nunca formó parte del ambiente artístico, y el reconocimiento le llegó tarde pero fue unánime. “Cuando estaba en plena forma
nadie le hizo sombra”, aseguraron varios de sus colegas.
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