Vietnam no es una guerra; es un país. No es fácil entender la diferencia, como no lo es entender desde lejos cómo hicieron para ganar lo que ellos llaman La guerra americana, en 1975. Al visitarlo por tres semanas, empiezan a ser importantes, también, el carácter de los vietnamitas –amables, generosos, alegres— su laboriosidad sin fin, que no deja sin producir ni el espacio de tierra entre las raíces de un árbol, su acendrado amor por su tierra, que en los cuatro años siguientes a aquella victoria inexplicable, derrotaron la agresión camboyana y luego nada menos que a China. Hoy viven la paz mientras esperan la guerra, como pasó siempre en sus dos, o cuatro mil años de historia, según se mire.
En estas pocas décadas su economía y el bienestar de la población ha crecido como nunca en la historia, y dentro de los próximos diez años llegarán a ser un país desarrollado. Todo es en verdad inexplicable y busqué respuestas en el recuerdo de heridas, en la suavidad del paisaje, en el entretenimiento de campesinos en un feriado, en la apertura de su gente, que invita con una taza de té al desconocido y la entrega con las dos manos, pues nada esconde, en el orgullo con que caminan, cada vez más altos porque ahora pueden importar leche, en leyendas que son verdad puesto que son reales sus consecuencias en su espíritu realmente indomable.