Siempre me ha fascinado la fotografía. Aún me fascina, miles de rollos de película y muchos megabytes después…
Para mí, la razón de ser de la fotografía es saber de la luz. Y del tiempo. El resto son formas, afectos, recuerdos, vivencias, que bajo la luz que sea y durante una brevísima fracción de la existencia conforman algo nuevo, que no existía hasta ese momento y que existe por ese momento. Puede parecer dogmático (porque lo es), pero reivindico lo de particular que tiene la fotografía como forma de expresión por sobre los experimentos de montaje, escenificación, decoración y otros adornos extrafotográficos para, se supone, “enriquecer” o “renovar” el lenguaje. Desde mi punto de vista, una cosa es utilizar la técnica fotográfica para registrar una conceptualización o como parte de un proceso artístico, donde se hace imprescindible esa técnica como forma de documentación, y otra muy diferente hacer fotografías. Solo fotografías...
Mi primera cámara era toda de plástico, hasta el lente. Prácticamente un juguete. El artefacto me permitía tomar 16 fotografías en formato cuadrado, de 4 x 4 cm, que luego llevaba a revelar a lo del petiso Silvera, relojero y fotógrafo de bautismos y cumpleaños, quien me entregaba hermosos contactos en papel finito y brillante. Con ese notable arsenal técnico comencé a experimentar, contando con una muy rudimentaria formación como artista plástico y leyendo todo lo que caía en mis manos sobre el tema. Entre otras cosas, viejos libros sobre fotografía tipo “hágalo usted mismo”. De allí salió mi primera ampliadora, híbrido entre una vieja cámara de fuelle y un termo. Recuérdese que eran principios de los 70, era un pueblo con pretensión de ciudad llamado Santa Lucía, eran tiempos que se empezaban a sentir, en el cuerpo y en el corazón, como oscuros, duros, prepotentes.
Por esas épocas, en el cine 18 de Julio (el de allá), los miércoles daban películas “prohibidas para menores”. Esa calificación, que nadie respetaba, anticipaba la presencia notoria o sugerida de desnudos, y podía abarcar desde Soy curiosa-Amarillo o los engendros sadomasoquistas de Russ Meyer, hasta obras de arte como las películas de Agnès Varda, Eric Rohmer, Bergman, Pasolini o, como pasó en el caso que viene a cuento, de Antonioni. Más precisamente, Blow Up (1966), la versión sumamente libre de un cuento de Cortázar (Las babas del diablo, basado a su vez en una foto del chileno Sergio Larraín) que mezcla lo que se ve con lo que se cree ver, el swinging London, el trabajo fotográfico de David Bailey y la fotografía mostrada como forma de vida, como lectura panóptica que reafirmaba que la realidad no es más que una ilusión que pasa a través de unos cristales tallados y se perpetúa en material sensible. En esa película, aparte de que aparecían los Yardbirds con Jimmy Page y Jeff Beck, el protagonista utilizaba, con una carga muy erótica, una Hasselblad, la ya entonces legendaria cámara sueca de formato... cuadrado, como mi camarita.
Inspirado por el film, inmediatamente conseguí la dirección de la fábrica, les escribí y pronto comenzaron a llegar hermosos folletos y revistas sobre ese maravilloso sistema fotográfico que hasta había estado en la misma Luna. Evidentemente, si yo quería ser fotógrafo –y sí quería–, tenía que tener una Hasselblad.
Entre mis lecturas estaban también las revistas argentinas FotoMundo y Fotografía Universal. Allí descubrí el trabajo de Bert Stern, un fotógrafo neoyorquino atípico que supo hacer los últimos retratos de Marilyn Monroe. Para él la fotografía era una parte del trabajo, que luego intervenía de muchas maneras, acorde con la tecnología de la época (recuerden: no había computadoras –al menos para usos gráficos–, internet ni nada de eso que hoy usamos normalmente).
Stern utilizaba técnicas como el dye-transfer, la serigrafía de alta calidad y cuanto proceso de artes gráficas cayera en sus manos. Eso me interesó mucho, dado que la formación plástica a la que aludía al principio había incluido nociones de artes gráficas. Algunas piezas se iban acomodando…
A estas alturas, mi primitiva camarita de plástico ya era pasado (increíblemente no la tiré, ¡logré venderla!). Mi equipo había pasado por múltiples cambios y finalmente recalado en mi primera Nikon, una Nikkormat. De la Hasselblad… nada.
Llevado por mi interés por aprender, hasta le había escrito una carta al famoso Alfredo Testoni, pidiéndole consejos. Jamás me contestó. Ya tenía mi primera ampliadora verdadera y mi laboratorio, con balanza y todo, donde comenzaba a descubrir, siempre leyendo, ensayo y error mediante, la parte alquímica de esta pasión, la segunda parte mágica, la de la luz roja.
También por entonces, vaya a saber por qué misterio de la distribución, al quiosco de la plaza comenzaron a llegar unas extrañas revistas españolas llamadas NuevaLente. Por supuesto, yo era el único cliente en el pueblo para tal publicación. Esa revista estaba dirigida por unos excéntricos señores llamados Carlos Serrano y PPM. Este último era en realidad Pablo Pérez-Mínguez, el fotógrafo por excelencia de la movida madrileña, esa ola de creatividad, excesos y desparpajo que tapó los últimos tiempos de la dictadura franquista. Mirar y leer sus páginas me hizo conocer mundos fotográficos y gráficos a los que no se accedía fácilmente aquí, en esos años oscuros. Me hizo conocer sin salir de mi pueblo el trabajo de Ralph Gibson, de Eiko Hosoe, de Bernard Plossu, de Alberto Schommer, de Ouka Lele y de muchos otros fotógrafos europeos, japoneses y norteamericanos. Y, por supuesto, el trabajo del propio PPM, un tanto desconcertante por su lejanía conceptual y por su cercanía con lo humano, o al menos con una parte bastante poco explorada de lo humano. Ensayos fotográficos muy libres, de alta calidad y desprejuicio, crítica fotográfica y, entre otros columnistas, el trabajo teórico del catalán Joan Fontcuberta, hoy en día uno de los más importantes fotógrafos europeos (a Fontcuberta también le escribí una carta; él sí me contestó).
Corría por entonces el año 77 o el 78 y conseguí mi primer trabajo en Montevideo. Como no podía ser de otra manera, de jefe (en una empresa en la que éramos todos jefes): jefe del departamento de fotografía. Esa empresa (que, por supuesto, no duró mucho) se llamaba TeCo y fue un intento en plena dictadura de hacer algo por y con los artistas locales, que no tenían dónde tocar o qué hacer. Mi tarea consistía en fotografiar a esos artistas que la empresa representaba. Fue ese trabajo el que me vinculó con el medio artístico montevideano y el que poco después me obligó a pensar en cuadrado todo el tiempo, a pensar en el formato de las tapas de los discos, 31 x 31 cm. Allí, en las oficinas de TeCo, también tomé una foto de Eduardo Mateo que incluso está pintada en la pared de un conocido boliche.
Por entonces (1980) elegí dedicarme a mi carrera autodidacta como diseñador gráfico: a esta altura (2015) llevo hechas algo más de mil carátulas de discos –en las que trabajé con prácticamente todos los artistas uruguayos más conocidos, de todos los estilos musicales–; he llevado a cabo algunos centenares de proyectos editoriales y de comunicación visual para empresas y organismos, así como docencia en varios países; he escrito libros teóricos sobre el tema, pero siempre utilizando la fotografía como herramienta y sin dejar de hacer incursiones en la parte expresiva de la disciplina.
De esa necesidad expresiva salieron mis exposiciones con retratos de artistas de 1985, mi muestra de desnudos del año 87 y varias muestras personales o colectivas más, en Uruguay y en el exterior.
A mediados de los 90 había desistido de hacer exposiciones fotográficas como excusa para tomar vino con mis amigos. Además, ya no tenía laboratorio, ni estudio, ni casi equipos (mi última participación en una exposición fue en 1993, con fotos de la isla de Flores hechas con cámara 4 x 5, en una muestra colectiva convocada por Carlos Porro).
Fue en 1998 cuando alguien me prestó una Sony Mavica, una primitiva cámara digital que permitía digitalizar ¡en un disquete! una buena cantidad de imágenes de 640 x 480 píxeles. Con ella hice hasta alguna tapa de disco. Luego mi amigo Guillermo Robles me prestó una cámara Olympus de 2.1 megapixels. Algún tiempo después llegaron otras cámaras mejores y volví a meterme en ese mundo, el mundo de la fotografía que realmente me interesa. El de la fotografía acerca de nada, el que crea una conspiración en un espacio mínimo. Esta fotografía, la que conspira, no es aquella que, manipulada torpemente, pretende a su vez manipular al espectador. Es la que, siendo esencialmente imagen, naturalmente emociona, sorprende, conmueve, desconcierta: Una fracción de segundo, un espacio, un sujeto, una imagen.
La fotografía –la conjunción del elemento sensible dado por la tecnología y la sensibilidad de quien lo opera– es el único medio que da la posibilidad de que, con cualquier equipo, luz o condición, se produzcan imágenes irrepetibles de personas, situaciones y lugares (o de nada...). Y se concreta cada vez que aparece, luminoso y conmovedor, ese abrazo inefable entre ambas sensibilidades.
EDICIÓN ESPECIAL 80 AÑOS FCU. PARTICIPAN: Pablo Albarenga, Ana Oliva, Dina Pintos, Andrea Conde, Santiago Barreiro, Sofía Silva, Valentina Cardellino y Luis Alonso
PORTFOLIO / Mariana Greif
HISTORIAS / Mauro Martella
ENTREVISTA / Freddy Navarro
PORTFOLIO / Fidel Sclavo
EL ESPEJO / Rafa Lejtreger
ENTREVISTA / Walter Tournier